‘Los pecados de Marisa Salas’, de Clara Sánchez

La última novela de la académica Clara Sánchez, Los pecados de Marisa Salas (Planeta, 2023), desarrolla una peripecia cercana, sobre todo en la forma de narrar, a la novela negra, aunque no haya aquí crímenes, o no tan sangrientos y efectistas como suelen ser los del género, sino que se cuenta la historia de un plagio triste y audaz. Es una novela entretenida, tal vez demasiado lineal para mi gusto, pero impecable desde el punto de vista formal, sobre todo por el trazo de los personajes, tan creíbles como pintorescos, cosa que tiene su mérito. Pero también por la oposición temporal entre los años ochenta del siglo pasado, aromáticos y vistosos, con el futuro de entonces, que es el día de hoy, y que ha resultado, más que fragante o poético, mefítico y prosaico.

Marisa Salas es profesora de Lengua, está casada con un médico a punto de jubilarse y vive su vida sin sobresaltos. Pero tiene una historia antigua, ochentera (y un hijo, fruto de aquella historia), que es el argumento de una novela que ella misma escribió, arrebatadamente, justo después de que sucediera, y que en su día se publicó y pasó sin pena ni gloria. Pero, punto por punto, incluidas las erratas, Marisa descubre que su novela, con otro título, está calcada en el best seller del año, del que es autor un joven desconocido a quien la industria editorial promociona con todo el marketing y toda la parafernalia esperable en los presentes tiempos dinerarios. ¿Qué va a hacer Marisa? Pues eso es lo que nos cuenta Sánchez.

No es frecuente que la edición de libros, el mundo editorial y sus miserias, éxitos y fracasos, sea argumento literario de por sí. Por eso, cuando quien escribe, y publica, nos lleva de su mano por entre todos los obstáculos que ese camino opone a quienes lo transitan, a través de ese zigzag pleno de pasiones más crematísticas que literarias, los lectores podemos sentirnos atrapados en un mundo algo insomne y un tanto desconocido, pero que, a la postre, puede resultar fascinante, como si nos envolviera en cualquier otro enigma.

‘Trilogía’, de Jon Fosse

A veces no están claros los límites entre poesía y novela. Si quien narra se sale de lo habitual y los diluye para ofrecernos algo nuevo, bienvenida sea la novedad, pues nos aleja de un espacio tan gastado que a veces es insustancial.

Trilogía (edición en español: De Conatus, 2018), de Jon Fosse, Premio Nobel de Literatura 2023, es una obra corta en páginas pero inmensa en expansión vital. La historia -de amor, y también de rechazo, de crueldad y sufrimiento, de vida cotidiana en condiciones de mera subsistencia en los fiordos noruegos, hace mucho tiempo, tanto que ni se sabe, donde la pesca y un incipiente comercio son la base de una sociedad naciente llena de demonios, de pesadillas, pero también de luz-, no sigue la línea temporal. El sueño de un personaje le da pie al narrador para enlazar con una escena anterior, o posterior, en la sucesión de los acontecimientos reales, de modo tal que parece parte del sueño. A cierta altura del relato la realidad es y no es a la vez. Y para conseguir todos esos efectos fuerza el idioma como lo haría al crear un poema, con intención comunicativa pero también estética, suprime signos de puntuación, mezcla diálogos con descripciones y discurso narrativo, y le da al conjunto una pátina como de poesía oral. Todo eso, y más, lleva al lector a un estado hipnótico semejante al que le podría deparar el péndulo que ante sus ojos exhibe el hipnotizador.

Así que nuestros ojos lectores se asombran, se conmueven, por la falta o por el exceso de caridad, por la pesadez o la ligereza de la vida, por la alegría y por el dolor que parecen lo mismo, por aquella terrible soledad de los fiordos que fuerza a los protagonistas a hacer lo imposible para salir de ella, desde la ebriedad al asesinato. En muy pocas páginas contemplamos a hijos y nietos en un todo que desmiente la congelación del instante para hacer de ella, por el contrario, un paso del tiempo dinámico, casi vertiginoso, con forma de sueño o de recuerdo.

‘Chavales de arroyo’, de Pier Paolo Pasolini

En noviembre de 1975, era yo un niño, oí en el telediario que habían asesinado en Roma al director de cine Pier Paolo Pasolini. Ya entonces, y pese a la edad, me querían sonar aquellos eufónicos apellidos cinematográficos acabados en “-ini”: Rossellini, Fellini…, asociándolos con unas luces y unos claroscuros que no sé muy bien cómo conocí. Ya en la adolescencia vi mis primeras películas de Pasolini en el cine de mi pueblo, al que llegaban con unos cuantos años de retraso: eran las de la denominada Trilogía de la Vida, que como profesaban de algo picantes y salían tetas y penes, las daban allí entre semana, mezclándolas sin criterio con las del destape.

Supe luego que el cineasta era también escritor, y muy notable: poeta, novelista, dramaturgo y ensayista, ¿quién da más? Así que un día, revolviendo en alguna librería, encontré Teorema (novela con versión cinematográfica, ambas de 1968), la compré y la devoré, dándole buena publicidad entre mis amigos y contertulios de entonces. Comenzaría así mi idilio con el autor italiano, de quien cada cierto tiempo generosamente se ocupan la prensa y las editoriales, supongo que por su rara muerte en un escenario que podría haber sido sacado de alguna de sus novelas neorrealistas, como Ragazzi di vita (1955), que fue la primera. Como a veces no es del todo malo comenzar la casa por el tejado, resulta que he leído por primera vez, ya conocedor del grueso de la obra de Pasolini, esta primera novela (versión española Chavales del arroyo, Nórdica, 2015).

Muy marcada por la estética y las convicciones del Neorrealismo, ácida e ilustrativa, pero también llena de lirismo y de crítica social, nos muestra con crudeza la Roma de postguerra -protagonista la ciudad en sí junto con sus “chavales”-, la injusticia y la miseria, pero también esa inocencia y una cierta bondad todavía incólumes antes de la abjuración pasoliniana de la felicidad, que vino a ser la «abjuración de la Trilogía de la Vida». Solo chirría la traducción, por anacrónica (demasiado adaptada a la actualidad, algo habitual últimamente, supongo que por motivos crematísticos) y artificiosa (muestra lo que, sin lograrlo, y mezclando de forma espuria vulgarismos de distintos lugares españoles y americanos, pretende ser un lenguaje suburbial).

Con todo, y si el avezado lector no conoce la lengua italiana, esta aproximación en castellano puede ser aceptable. La novela, por supuesto, es extraordinaria.

‘Lágrimas como navajas’, de S. A. Cosby

Con técnicas de novela del Oeste y propias también de otros autores norteamericanos que como Jim Thompson, uno de los grandes de la novela negra según los expertos, me subyugaron en su día, S. A. Cosby, en Lágrimas como navajas (Razorblade Tears, 2020, edición española Motus, 2023), nos traslada a un mundo de violencia, de venganzas y de contrastes sociales y raciales: del blanco pobre que se cuece en su salsa de alcoholismo y penurias al negro ex convicto que se ha hecho a sí mismo como hombre de bien, a la marginación o la burla que determinadas partes de la sociedad pagan a quienes no aman del modo en que ellos creen canónico.

La novela es una crítica dura y feroz a esa sociedad, sumida en parte en un agudo infantilismo pero que trata a quienes no tienen suerte o a quienes son diferentes como si fueran apestados y los desprecia, o, peor aún, los elimina. Le da forma Cosby a todo este entramado con un argumento sencillo pero eficaz: una pareja interracial, de hombres homosexuales, es asesinada sin motivo aparente. Los padres de ambos nunca aprobaron la relación e, incluso, fueron cáusticos con ellos, pero una vez muertos de forma injusta, se unen para perseguir, a hierro y fuego, una dura y sangrienta venganza que unirá sus futuros de forma ineludible, pese a ciertos encontronazos de índole racial, y en pos de la cual descubrirán lo equivocados que estaban con respecto a sus hijos, y acabarán, demasiado tarde, eso sí, aceptándoles tal como eran para mantener su recuerdo envuelto en el cariño que, en vida, no supieron darles.

Puede decirse que tal vez abarque demasiado: racismo, homosexualidad, delincuencia, violencia, desigualdades…, pero la propuesta funciona, aunque llegue a un desenlace tan excesivo, por truculento, que le merma a la novela el realismo de los primeros capítulos, sumiéndola en un hiperrealismo tenaz, al estilo de ciertos tipos de comic, que a mí, sin embargo, no solo me agrada, sino que me embelesa, pero que no sé si será para todo el mundo.

‘La expedición de Humphry Clinker’, de Tobias Smollett

Además de Daniel Defoe, autor de la archiconocida Robinson Crusoe, hay otros novelistas sobresalientes en las letras inglesas del siglo dieciocho, como el escocés Tobias Smollett, autor de cierto «realismo sucio», al que en los últimos tiempos nos han descubierto quienes cultivan la novela negra con evidente éxito, como el norteamericano Don Winslow, firmante de varias de las mejores historias sobre mafias y narcotráfico. Ya había sido, en realidad, uno de los referentes de Charles Dickens, que suavizó, eso sí, la visión un poco escatológica de su contemporaneidad, demasiado ácida para el pensamiento victoriano, tan proclive, vamos a decir, a la doblez.  

De las dos novelas de Smollett dignamente editadas en castellano destaca La expedición de Humphry Clinker (1771), en excelente traducción de Miguel Temprano (Penguin, 2016). Con una técnica típica de la época, la epistolar, pero no por ello ayuna de innovación, el relato se hace por boca de cinco narradores, de los que, por cierto, ninguno es quien le da título al libro, que cuentan a sus corresponsales las cuitas y aventuras sucedidas durante un viaje por Inglaterra y Escocia. El saber enciclopédico de Smollett le facilita al lector, por boca de sus personajes (que, no lo olvidemos, son también los narradores, así que dejan diferentes y muy explicativos puntos de vista), no solo un compendio de historias y de acontecimientos de porte colosal, tan entretenidos que pueden mover a la carcajada más explicita, sino también un magnífico atlas de los territorios recorridos, con descripciones de geografía física y humana, de economía e historia, tan bien traídas al relato que no solo no aburren, sino que son imprescindibles para entenderlo en toda su dimensión 

Aunque menos conocido, Smollett está, por derecho propio, en el grupo de los grandes autores escoceses de todos los tiempos, como Robert Louis Stevenson o Walter Scott. Lo moderno de su interpretación del carácter humano a través de la fisiología, o una visión de las relaciones amorosas exenta de los artificios románticos, le conecta, de algún modo, con el Naturalismo, cien años antes de que este emergiera en las letras europeas. 

¿Realismos?

Tras la renovación de la novela clásica del siglo diecinueve por parte de la Generación del 98, y de los experimentos de las vanguardias, volvió el realismo con fuerza exasperante en la posguerra: disfrazado, por ejemplo, de tremendismo (el Cela de Pascual Duarte), o de crónica de lo cotidiano no tan cotidiano (Nada, de Carmen Laforet), para seguir luego, canalizándose siglo veinte abajo, por la variante del realismo social. Y hasta hoy, en que la novela, también realista, discurre, sin embargo, por otros derroteros, policiales, históricos, biográficos (esa tontada de la «autoficción»), aunque no para dar fe de nada ni para darles un giro a las técnicas narrativas con visión artística, sino para, convertida en un negocio más, llegar al mayor número de lectores y, por lo tanto, poder engordar proporcionalmente la cuenta bancaria y el dividendo de los accionistas editoriales. Nada malo en sí, pero poco tiene que ver con la literatura. 

Descuellan, no obstante, ciertos autores, no muchos, imbuidos de realismo, que merecen la pena. Es el caso, entre otros, de Rosa Montero (y no solo las aventuras de su Bruna Husky en escenarios hiperrealistas de futuro cercano) o de Julio Llamazares (esas hermosas novelas de paisaje geográfico y humano). Dos de ellos, por cierto, retuercen recientemente la realidad a su modo para, desde una perspectiva de realismo crudo y sórdido, expandir una serie de hechos, algunos verídicos, tomados de la historia reciente y novelados para nuestra complacencia literaria. Castillos de fuego (Seix Barral, 2023), de Ignacio Martínez de Pisón, hinca el pie en una posguerra madrileña llena de mugre, tanto física como ética, aunque muy mediatizada por el amor, y Esperando al diluvio (Destino, 2022), de Dolores Redondo, parte de hechos sacados de la crónica escocesa de sucesos para escenificar su propio ambiente en el escenario de las inundaciones que asolaron Bilbao en los años ochenta, lo que le sirve para trazar un retrato de esa ciudad vasca mientras sus malos y sus buenos avanzan ficción arriba, dejándola a ella (la ciudad) como la gran protagonista de su novela. 

Hay algunos ejemplos más, pero no voy a tratar sobre todos ellos aquí. Más adelante, tal vez.

‘El fantasma y la señora Muir’, de R. A. Dick

Si la hubiese firmado un hombre, raro sería que la calificaran de “novelita deliciosa”. Si no hubiera sido llevada al cine (1947) por Joseph L. Mankiewicz, con una espectacular Gene Tierney de protagonista, tal vez ni siquiera habríamos tenido la oportunidad de llegar hoy a ella. Y, sin embargo, es una novela fragante, extraordinariamente bien escrita, con un sentido del humor que levanta el ánimo y una visión de la vida tan positiva como prudente, sin alardes, pero que destila una inmensa vitalidad y una fuerza emotiva que podría encuadrarla en el melodrama, al estilo del que, tan atinadamente protagonizado por mujeres, escribió en su día Stephan Zweig. Pero El fantasma y la señora Muir (1945; edición española: Impedimenta, 2021) está escrita por una mujer, R. A. Dick, seudónimo de la irlandesa Josephine Aimee Campbell (1898-1979), cosa que debería ser literariamente irrelevante, pero no lo es, porque solo ese dato deja para algunos en suspenso determinadas calidades intelectuales, incluso hoy, casi ochenta años después, cosa muy sandia, pues que un autor/a sea hombre o mujer no puede decidir la grandeza, o la insignificancia, de su obra. Nadie en el ámbito literario llamaría “novelita deliciosa” a, por ejemplo, Carta de una desconocida, de Zweig. 

Una historia con fantasma, que no de fantasmas, les llega a sus primeros lectores en la Inglaterra de los años cuarenta y flota sobre los destrozos de la guerra, mientras sacude el polvo y lo rancio que impregnan a una sociedad hipócrita y pacata (cosa perfectamente válida para la actualidad), no sin expandir un amor a la vida tan intenso que esta ni siquiera se termina con la muerte (aunque un poco traicionado en su esencia, esto último no deja de ser un principio cristiano). Ser una misma, aprender a vivir sin tutelas, encarar la existencia con dudas, sí, pero también con determinación: «lo único que deseo es que me dejen en paz para lidiar como pueda con este problema que llaman vida», es, en resumidas cuentas, el progreso hacia el futuro de una “pequeña mujer” a la que otra mujer, su creadora R. A. Dick, hizo, sin duda, grande. 

‘El jardín de vidrio’, de Tatiana Țîbuleac

Orfandad. Borrachos. Suciedad. Violaciones. Oscuridad y negrura. Calamidades (Chernóbil, y hasta un terremoto). Accidentes, muertes por violencia o por enfermedad, burlas crueles, ausencia de amor y de empatía, sangre, hospitales, mal olor; tan sólo un par de chispas, dos luces: una, instante leve de visita al koljós en primavera, la otra, esa momentánea solidaridad que, a ratos, no siempre, practican algunas gentes, menos por ternura que por necesidad. Idiomas ¿feos? que mueven las apariencias, hombres violentos y vacíos, pétreos y sin rostro o con el rostro desfigurado por el alcohol; mujeres frívolas o sumisas o ausentes, malévolas algunas, mártires otras, niños crueles y tarados, frío y vómito. Locura. Pastillas. Corrupción. Incendios. La lengua, y la nación, como problema inmutable que afecta a la vida cotidiana, lo ruso, lo moldavo (lo rumano), una sociedad podrida y apestando, sorprendida de repente por la perestroika y por un extraterrestre llamado Gorbachov. Caos económico. Prostitución. Embarazos no deseados. Llantos. Lamentos. Cadenas. De nuevo, enfermedad. Abortos. Esterilidad. Profesores abusones y arbitrarios que soban a las niñas y maltratan sin que nadie haga nada, pues todos lo aceptan como normal (no hay normalidad en una sociedad así). ¿La ausencia de Dios?, del perdón, de la fe en el ser humano. La degradación de la vida y de la conciencia, la ausencia de la dignidad. Infierno.  

Tal es la nauseabunda degradación que nos presenta una novela negativa, podre (pero necesaria), que contempla un mundo muerto, el de la decadencia de la URSS, desde la república soviética de Moldavia (hoy país independiente y amenazado de nuevo por Moscú). Es un mundo-alcantarilla en el que, de vez en cuando, flota una flor, inerte, que, como era de esperar, se marchita muy rápido, y que no permite jamás un hueco desde el que vislumbrar la esperanza. De El jardín de vidrio (Impedimenta, 2021), fruto de la experiencia personal de la periodista moldava Tatiana Țîbuleac, me atrajo sobre todo el título. Y, en efecto, es lo único que no apesta de una prosa forjada a golpes secos de compasión, sensible e inclemente, que deprime hasta al más puesto en narraciones mefíticas. 

‘Lo que yo viví. Memorias políticas y reflexiones’, de José Manuel Otero Novas

No es el suyo un nombre que aparezca entre los primeros, pero casi siempre aparece cuando hablamos de la Transición. Fue testigo, pero también protagonista, pues estuvo en muchas partes, desde el último gobierno franquista, como alto cargo con Fraga, hasta los primeros de la democracia con la UCD de Adolfo Suárez, con quien llegó a ser ministro de la Presidencia, primero, y de Educación, después. Es un político con un perfil casi, diríamos, de funcionario –fue abogado del Estado e inspector de servicios en Hacienda–, que no tiene una relevancia mediática tan poderosa como la de otros contemporáneos suyos. Es, además, una persona suavemente crítica (con los años aquellos, quiero decir), si nos atenemos a su libro Lo que yo viví. Memorias políticas y reflexiones (Alba Editorial, 2015), aunque la perspectiva que da el paso del tiempo acaba por hacemos críticos a todos.

José Manuel Otero Novas, gallego muy vinculado a Asturias, pues se licenció en Derecho en la Universidad de Oviedo, pone ante nuestra vista, con una redacción que parece algo precipitada, tal vez marcada por el descuido estilístico propio de los informes –sería ese el tipo de literatura que firmaba en su trabajo–, casi todos los hechos relevantes de aquella etapa, incluyendo el 23-F. Aunque se guarda para sí muchas cosas (dice que no puede revelar todo lo que sabe, aunque lo diga sin suscitar misterios literarios, tan lejos del lenguaje de los textos administrativos), da a entender otras que se materializan gracias a la imaginación y a la complicidad del lector. Por ejemplo (hay más): el retrato que hace del golpista general Armada, de quien afirma haber sido amigo, deja en el aire, desde mi punto de vista, no solo la opinión, digamos, oficial, sobre el militar, sino incluso el acierto, o no, de la sentencia que en su día lo condenó. Cosas veredes.

Siempre quedan puertas abiertas a casi todo. ¿Conocimiento?, ¿especulación? Tal vez. Pero, en todo caso, el libro de Otero Novas comunica reflexiones y recuerdos que, aunque solamente sea por contradecir otros discursos más sabidos, merecen la pena.

‘Mientras cae la nieve…’, de José Antonio San Emeterio Escobedo

Limpio y chocante resulta hoy este libro, exento de filigranas, pleno de blancura, de buena voluntad. Es fácil de leer pero difícil de encontrar -me llegó por casualidad en su primera, y supongo única, edición-, y tan hermoso como cautivador. Mientras cae la nieve… (Gráficas Lux, 1984) está escrito, y protagonizado, por don José Antonio San Emeterio Escobedo, un cura joven, recién salido del seminario de Oviedo, que profesa su ministerio en el corazón de los Picos de Europa, entre 1973 y 1978. 

Comienza la narración con una pavorosa tormenta de nieve que recluye a los vecinos de Sotres en sus casas y al cura en la rectoral, mientras escribe sus diarios al calor de la cocina de carbón. Saldrá, armado con una pala con que traza el acceso hasta la iglesia, para postrarse ante el sagrario, y también para visitar a los ancianos y a los enfermos. En la penumbra silente del templo, más silente por la nieve, pero también en el estruendo del trueno y de la roca que, a veces, se parte y cae en los caminos, observamos al sacerdote preguntándole a Dios por qué nieva tanto y temiendo que suceda una desgracia al contemplar la fuerza terrible de la naturaleza y el crudo invierno de la montaña. 

Su preocupación son los pastores, que le conmueven cuando los ve caminar en la ventisca para ir a «arreglar» al ganado a las cabañas del monte. Y también los mineros, que deben andar varios kilómetros hasta la mina de Áliva, en la provincia de Santander. Pero, don José conoce bien esa vida. Lleva ya cuatro años en Sotres y, en las frecuentes analepsis de su relato, confiesa no solamente haber acompañado hasta las majadas a algunos de esos pastores, sino, más sorprendente todavía, haber trabajado durante meses en la mina, sin privilegios de ningún tipo. 

Un libro lleno de ternura y de belleza, testimonio de una durísima forma de vida, sin electricidad, sin teléfono ni comodidades, que ya no existe. Pero también retrato de un paisaje de dureza conmovedora, estremecedor y sublime, en el que habitan gentes humildes, esforzadas y generosas.