Supe de él en 1978, al recibir el Planeta por La muchacha de las bragas de oro, que en casa me regalaron por Reyes. La novela me gustó, pero a mis quince años no era fácil discernir la fuerza con que en ella asomaba la dicotomía ficción-realidad, tan cara siempre a Juan Marsé. La hallé luego, dos años después, en la tertulia literaria del doctor Torrecilla, en Sama de Langreo, donde el malogrado escritor y periodista Alberto Piquero nos aconsejó Si te dicen que caí (México, 1973; prohibida en España hasta 1976). Es en ella donde de mejor modo comienza a sustanciarse, para mí, el mundo propio de Marsé.
La línea que separa ficción y realidad puede llegar a ser muy delgada, tanto que no sería raro que acabara por romperse, tal y como sucede en otras novelas de Marsé, Caligrafía de los sueños, por ejemplo (Lumen, 2011): las incursiones de la ficción en la realidad, y viceversa, crean un mundo, un microcosmos propio, que es lo que ha movido a algunos a definirla, cuando se publicó, como “Marsé en estado puro”, tal vez para diferenciarlo de ese otro Marsé que aparece más raramente, como en Canciones de amor en Lolita’s Club (2005).
En efecto, el autor catalán recrea, a lo largo de su trayectoria literaria, un mundo propio que gira en torno a sus vivencias (en tercera persona, por lo general) de infancia, adolescencia y primera juventud, retrato, muchas veces en blanco y negro, aunque no siempre, de la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, de una posguerra marchita y feroz que fagocitaba a sus pobladores, pero en la que, pese a todo, siempre había una luz de esperanza en la mirada de unos críos que, antes en ciertos cuentos de Teniente Bravo o en Si te dicen que caí (por ejemplo), y más tarde en Caligrafía de los sueños, pululan por la historia para conformarla y para ser, a la par, testigos de ella. ¿Realidad o ficción? El mundo se torna sueño, el sueño se torna mundo, como ya dejara dicho Novalis, el gran poeta alemán, en el siglo XVIII.